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algunas muestras de rocas. Por suerte nos sobraba el papel y nos proponíamos romperlo en
trozos y dejarlo caer detrás de nosotros para marcar nuestra ruta en algún laberinto en que
pudiéramos penetrar. Si no encontrábamos una caverna sin corrientes de aire, tendríamos que
recurrir al método de hacer señales en las rocas.
Descendimos con precaución por la pendiente de nieve endurecida hasta el laberinto
de piedra que se alzaba en el oeste. Teníamos entonces el mismo presentimiento de
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Librodot En las Montañas Alucinantes H.P.Lovecraft
inminentes maravillas que habíamos sentido al acercarnos al insondable paso montañoso unas
cuatro horas antes. En verdad, ya nos habíamos acostumbrado a la presencia de ese increíble
secreto oculto tras la barrera de picos; pero la perspectiva de entrar en unos edificios
construidos por seres conscientes quizá millones de años atrás -mucho antes de que existiese
la raza humana- nos inspiraba, con sus implicaciones de anormalidad cósmica, un angustioso
terror. Aunque el aire rarificado de estas alturas no hacía muy fáciles los movimientos, no
tuvimos dificultades en realizar nuestro propósito. Sólo unos pasos nos bastaron para llegar a
unas ruinas informes al nivel del suelo. Unos cincuenta metros más allá se alzaba un edificio
amurallado en forma de estrella de unos tres metros de alto. Hacia ella nos dirigimos, y,
cuando tuvimos sus bloques ciclópeos al alcance de la mano, sentimos que habíamos
establecido un contacto sin precedentes y casi blasfemo con épocas normalmente cerradas y
vedadas a los hombres.
Esta construcción, de unos noventa metros de longitud máxima, había sido construida
con piedras jurásicas de distinto tamaño, de dos a tres metros cuadrados de superficie. Unas
ventanas con arco, de un metro de ancho y uno y medio de altura, se alineaban
simétricamente a lo largo de las puntas de la estrella, en los ángulos interiores, y a un metro
de la capa de hielo. Al mirar a través de esas aberturas observamos que las paredes eran de un
metro y medio de espesor y que el interior de las mismas estaba adornado con esculturas
dispuestas en bandas horizontales. Aunque tenían que haber existido originalmente partes
más bajas, la capa de hielo y nieve impedía comprobarlo.
Entramos en una de las ventanas y tratamos vanamente de descifrar los casi horrendos
dibujos de los muros; pero no intentamos horadar el hielo del piso. Habíamos advertido desde
lo alto que en muchos edificios había menos hielo que en éste; si lográbamos entrar en alguno
de los que aún conservaban el techo, encontraríamos quizá interiores libres de obstáculos.
Antes de dejar el recinto lo fotografiamos cuidadosamente y estudiamos con estupor los
bloques titánicos desprovistos de cemento. Deseamos que Pabodie hubiese venido con noso-
tros, pues sus conocimientos de ingeniería podían habernos ayudado a saber cómo habían
sido movidos aquellos bloques en una época increíblemente lejana.
El trayecto de un kilómetro que recorrimos hasta llegar a la ciudad, mientras los
vientos rugían vanamente entre los picos, nunca se me borrará de la memoria. Aquellos
efectos ópticos sólo eran concebibles en una pesadilla. Entre nosotros y el torbellino de
vapores del oeste se alzaba aquel monstruoso conglomerado de oscuras torres de piedra que
volvía a impresionarnos como algo nunca visto cada vez que cambiaba la perspectiva. Era un
espejismo de piedra sólida, y si no fuese por las fotografías dudaría aún de su existencia. El
tipo general de las construcciones era idéntico al de aquel primer edificio; pero las formas
extravagantes que adquiría en su manifestación urbana superaban cualquier posible
descripción.
Esas fotografías no ilustran, por otra parte, sino una fase o dos de la infinita variedad,
la masa, y lo insólito de las construcciones. Había formas geométricas para las que Euclides
apenas hubiese encontrado nombre: conos truncados a muy diversas alturas y con todas las
irregularidades imaginables, terrazas provocativamente desproporcionadas, agujas con raras
protuberancias bulbosas, columnas rotas en curiosos grupos, estrellas grotescas de cinco
brazos. A medida que nos acercábamos podíamos ver bajo el hielo transparente algunos de
los puentes tubulares que unían entre sí, a diversas alturas, los edificios irregularmente
distribuidos. No parecía haber calles; el único espacio abierto se encontraba a la izquierda, a
un kilómetro de distancia, en el lugar donde el río había atravesado la ciudad en su camino
hacia las montañas.
Nuestros gemelos de campaña mostraban que las bandas horizontales de esculturas y
puntos, casi borradas, eran muy abundantes, y casi podíamos imaginar el aspecto que la
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